lunes, 21 de octubre de 2013

Cabo Verde

Voy dándome cuenta de que cuando regreso de países en los que he vivido experiencias que me han marcado necesito un tiempo de "reposo" para poder escribir acerca de ello. Y de que mientras estoy viviendo algo intensamente, apenas dedico tiempo a escribir. En este caso no ha sido así, porque he escrito bastante... en papel. Las horas infinitas de patrulla en playas desiertas, los días aislada en un campamento sin contacto con el mundo exterior, el sentimiento de estar en equilibrio con el universo, invitaban a ello. Ahora tengo un montón de hojas escritas, arrugadas por los viajes y la humedad, por la arena y las horas nocturnas en las playas, y un nudo en la boca del estómago cuando pienso en releer los sentimientos que me embargaron entonces y pasarlos a mi correcto ordenador, desde el aséptico sofá de mi limpísimo piso, en mi civilizada ciudad. Es un insulto a su memoria.

Cabo Verde ha sido sin duda una inflexión inesperada, un giro en mi forma de percibir el mundo que, sin prisas, me va calando hasta los huesos, progresivamente, con efecto retardado, y puedo observar en mis actos hasta qué punto va a marcar mi actitud ante la vida en adelante. Seamos sinceros: no es que no buscara el cambio, no es que no lo necesitara. Es sólo que no se ha producido de la manera en que esperaba.

He dejado allí un pedazo de mi corazón, como casi siempre me pasa. Y como casi siempre, esto ha sido consecuencia, principalmente, de la gente extraordinaria con la que he tenido el privilegio de compartir mi vida. Gente que está en mi corazón; en ese pedazo que se quedó en Cabo Verde, y en el resto agujereado, maltrecho y partido que todavía llevo en el pecho. Gente que me ha aceptado y me quiere tal como soy, sin preguntarme ni preocuparse por mi pasado ni mi futuro. Gente que me ha visto como nadie nunca: pies descalzos roñosos, vaqueros rotos sucios, camisetas viejas, mugrientas y sudadas, cara de sueño y pelo permanentemente enredado. Gente con la que poder dormir amontonada en un sofá sin temor a que malinterpreten el gesto, la cercanía, las caricias. Personas a las que recuerdo riendo, llorando, borrachas, heridas, amando, haciendo locuras y dándome lo mejor de sí mismas sin ni siquiera pasarse a pensarlo, sin dudarlo. Seres humanos luminosos, espontáneos, de una belleza insólita y natural.



Alemanes, portugueses, ingleses, holandeses, estadounidenses, caboverdianos... Juntad un grupo variopinto de 16 personas de diferentes nacionalidades, edades y pasados, que no se conocen de nada, y hacedlos convivir en un apartamento que a menudo se queda sin agua corriente en una ciudad que de vez en cuando se queda sin luz y sin agua. Obligadlos a comer y cenar juntos, con el presupuesto tan ajustado que no se llegue a fin de mes y sin cubiertos ni sillas suficientes ¡Medio culo por silla! ¡Un tarro de Nutella como vaso por cada tres personas! Ponedlos a trabajar en patrullas nocturnas agotadoras sin hora de fin más que cuando se acabe lo que hay que hacer. Que caminen durante kilómetros sobre arena blanda, a oscuras, en el bochorno tropical, cargados con cubos, kits y tiendas de campaña. Llevadlos al agotamiento extremo por calor, falta de sueño REAL (no lo que tenemos a bien considerar falta de sueño en el mundo civilizado) durante semanas, y por comer mal. Y por último, una semana de cada mes, hacédsela pasar en un campamento de una playa remota, en la que solo hay una tienda de campaña, cuatro compañeros que no siempre hablan un idioma común para entenderse, una baraja de cartas y un camping gas. Sin duchas, sin baño, sin agua corriente, sin luz, sin cobertura, sin internet. Sin mundo más allá de esa playa, de ese momento.

Podría haber sido una bomba de relojería. Pero no.

Sé que con nada de lo que diga voy a poder explicar qué se siente al pasar la noche patrullando una playa desierta, buscando cazadores furtivos y tortugas marinas, con la sola luz de las estrellas y en compañía de un completo desconocido en quien sin embargo confías de manera natural. Compartiendo la comida que lleve uno, el agua que lleve otro, el peso de los bártulos, las siestas en la arena y el "retrete" en las dunas. No hay palabras que puedan describir el agobio inmenso de cargar con pesados cubos llenos de huevos de tortuga que apenas es posible acarrear entre dos, durante kilómetros, sobre arena blanda, teniendo que parar cada pocos minutos, hasta el punto de que te duelan las manos, los hombros y seas perfectamente capaz de olerte la camiseta empapada de sudor pegada al cuerpo, con la aplastante certeza de que acabas de empezar la patrulla y todavía quedan horas por delante. Ni la emoción de descubrir un rastro de tortuga y arrastrarse por él como un gusano esperando verla. Ni la magia de pasar los dedos por su caparazón y que la bioluminescencia lo haga resplandecer en la oscuridad. Ni el terrible agobio de quedarse sin agua a mitad (¡o a principio!) de patrulla. Ni la felicidad de encontrar por casualidad una galleta llena de arena en el fondo de la mochila, cuando te rugen las tripas y te quedan por delante horas de caminar. Ni el alivio que supone tirarte en la arena a dormir media hora cuando ya no puedes más, cuando el cansancio te supera, arrebujada en una sudadera, con las olas como música y las estrellas como techo. Ni el subidón furioso de adrenalina al recibir una llamada en mitad de la noche y conducir un quad a ciegas por las dunas, en oscuridad cerrada, persiguiendo cazadores furtivos, con más valor que medios, el viento en la cara y una linterna atada a cada muñeca para poder ver el peligro que pueda surgir por los lados.

Pero quizas lo que más ha significado para mí sea que si no fuera por ellos, por mis amigos, en más de una ocasión me habría sentado en la arena y ya no me habría levantado. Me habría echado a llorar. De desesperación, de puro agotamiento, y de ser consciente de lo que eso era lo que me esperaba esa noche y todas las siguientes noches de todas las siguientes semanas. Me habría rendido. Pero ellos estaban conmigo, y juntos podíamos hacer cualquier cosa. Eramos capaces de cambiar el mundo.

Y eso hicimos. 

El mío, al menos.